Quizás sea el término “populismo” uno de los más usados en la tertulia política de hoy pero eso sí: en su exclusiva acepción negativa. Hace 10 o 20 años, el “populismo” era un tema a lo sumo reservado a los académicos; hoy describe toda una constelación de formaciones políticas que se extiende por buena parte del planeta y un insulto más o menos velado en la boca del periodismo homologado mundial. Por su relevancia en el momento que vivimos, muchos han sido los que lo han tratado: desde el célebre Ernesto Laclau, en clave marxista o “post-marxista” hasta un tal Federico Finchelstein, un “ruso”, que diría Alberto Buela, de esos que creen que solo hace filosofía él. Así, para Laclau, “el populismo no tiene un contenido específico, es una forma de pensar las identidades sociales, un modo de articular demandas dispersas, una manera de construir lo político”[1]. Su compatriota “ruso”, obsesionado con “el fascismo”, aporta el lugar común del populismo que “surge en el poder como una reformulación histórica del fascismo. Otra forma de decirlo es que surge como un fascismo en términos democráticos. Es decir: es una reformulación democrática del fascismo”[2]. Además de estos, tenemos las obras de los académicos británicos Roger Eatwell y Matthew Goodwin (Nacionalpopulismo, Ediciones Península), la de los estadounidenses Steven Levitsky y Daniel Ziblatt etc. El denominador común de estos autores suele ser que todos, en primer lugar, postulan variantes de la idea del “populismo” como algo externo a la democracia y, segundo, como consecuencia de lo anterior, ellos mismos son ajenos al fenómeno populista.
Pero no estamos aquí para decir lo que otros han dicho porque está bien claro que, hoy, el poder establecido detesta y ningunea, no a los movimientos llamados “populistas” -“podemos”, es un buen ejemplo de esto que vamos a decir- si no algunas ideas que defienden estas fuerzas políticas. Esto es un dato interesante que conviene distinguir: un partido puede ser calificado mejor o peor como “populista” pero lo que importa son las ideas que sostiene. Por ejemplo, la guerra mediática contra el “populismo” de Donald Trump se debe a la lucha contra la inmigración o a la herejía económica de levantar aranceles ante las mismísimas narices de la OMC, pero no al traslado de la embajada estadounidense a Jerusalén o a las provocaciones para instigar una guerra en Oriente Medio con Irán. Lo que importa, por consiguiente, son siempre los contenidos más que las actitudes.
A lo que vamos es a precisar que para abordar el populismo es necesario situarse en una perspectiva determinada. La de Finchelstein ya sabemos cual es: Finchelstein recrimina que el populismo “denuncia una crisis de representación y se propone a los votantes como resolución de esa crisis. Los ciudadanos no se sienten representados por la élite política, a la que identifican con tecnocracias y con la voz del mercado o la de ciertos intereses que no representan los suyos. En este contexto, donde hay un elitismo en la política, surge el populismo. Y he aquí la paradoja, porque lo que propone es una propuesta mucho más antidemocrática. Propone que una persona una vez llegue al poder resuelva esa crisis. ¿Cómo la resuelve? Mediante la gran mentira de que esa persona es el pueblo. Si hay una crisis de representación, el populismo da una respuesta aún más mesiánica, vertical y antidemocrática”[3]. Es decir: ni hay crisis de representación ni merece la pena alzar la voz porque, si se hace, se es “antidemocrático” y además uno pretende falsamente identificarse con el pueblo. Está claro que este análisis pretende no solo la sumisión total al actual estado de cosas si no también la colaboración activa con las fuerzas que lo han propiciado. Sin embargo a poco que se piense se suscitan algunas dudas y Finchelstein haría bien en integrarlas en su sistema. Que para hacer política hace falta no solo dinero si no también influencia al más alto nivel solo puede ignorarlo alguien que o bien no tiene ni idea o bien está tan metido dentro del entramado del poder que le sale a cuenta disimular este hecho obvio. Que este dinero y esta influencia está reservada a élites es otra obviedad que solo puede negarse por los motivos anteriores. No es válida por tanto la crítica habitual que acusa de conspiracionista a todos los que dicen que el poder real no está donde supuestamente está.
Así las cosas, el populismo solo puede definirse atendiendo a sus contenidos y si, siguiendo a Laclau, el populismo “es una forma de pensar las identidades sociales, un modo de articular demandas dispersas” tenemos que preguntarnos por las demandas y por la manera de pensar esas identidades sociales. En otras palabras, el populismo es una pregunta por el demos que formula el sujeto político. Dicho con otras palabras, para entender el populismo hay que preguntarse quién demanda y qué es lo que se demanda.
Pero para afrontar este asunto no puede recurrirse siempre a los mismos parámetros que hace cincuenta u ochenta años: el problema se ha complicado mucho. En los años treinta, cuando los fascismos genéricos luchaban a brazo partido con las agrupaciones marxistas, bajo la mirada pasiva de los liberales, las demandas que se realizaban eran, para el conjunto del pueblo, fundamentalmente asuntos de distribución de riqueza. De ahí que los fascismos, fenómenos eminentemente populares en cuanto a su penetración entre el pueblo, recabaran miles de adeptos entre las formaciones de izquierda y fueran incluso capaces de superar la división social entre “izquierdas” y “derechas” con solo radicalizar un mensaje altamente social que, además, cosechó notables éxitos económicos entre las clases obreras. El “demos” por el que pugnaban unos y otros en los años 30 coincidía en su mayoría con el “etnos”, con el pueblo en su totalidad.
Con la revolución de 1968 hoy esto se ha hecho notablemente más difícil, especialmente en las sociedades occidentales avanzadas: estas sociedades se han dividido en multitud de colectivos que encuentran su afinidad más allá del pueblo de referencia, pese a que en pleno siglo XXI lo étnico -un parámetro antropológico y no ideológico- sigue teniendo un notable predicamento. Por encima del demos=etnos, las “mujeres”, las “orientaciones sexuales”, los “inmigrantes”, los personas de una determinada religión, la “tercera edad” con todos sus problemas, etc, encuentran afinidades que buscan un reconocimiento más allá de la justicia meramente distributiva. Así, lo característico de nuestra época es que la manera de “articular demandas” -siguiendo a Laclau- puede referirse al demos=etnos o al demos=cierto colectivo; en otras palabras, la justicia distributiva ha dado paso a la justicia de reconocimiento. Naturalmente, estos dos extremos pueden no existir como tales en estado puro si no en una densa gradación de intensidades. Pero el esquema explica notablemente bien cual es la diferencia entre populismos “de izquierdas” y “de derechas” o identitarios: la diferencia está en que responden a la pregunta por el demos de modo distinto. Por lo demás, decir, como hace Finchelstein, que el “populismo” es una “formulación democrática del fascismo” y que sus reivindicaciones engendran necesariamente violencia es un ejercicio tal de cinismo e inexactitud que no merece la pena tenerlo en cuenta.
Una consecuencia de lo anterior, de mayor interés practico, es que a medida que la sociedad se divide -“feministas”/antifeministas, proaborto/movimientos a favor de la vida, liberales económicos/ estatistas, etc- será más difícil superar al escisión mediante discurso transversal. Unicamente, parece constatable que la fuerza de lo étnico sigue teniendo todavía suficiente poder de persuasión como para superar escisiones, aunque también cabe preguntarse por cuanto tiempo. No es casual que los grandes laboratorios de ideas de nuestra época y los canales de lavado de cerebro masivo, sigan funcionando a plena capacidad con la esperanza de neutralizar el factor identitario en favor de colectividades artificiales de carácter global.
Desde la perspectiva que aquí nos ocupa, es evidente que la ingeniería social del sistema, cuyo último efecto y quizás el de mayor letabilidad social sea la invención de la “ideología de género”, ha fracasado sobremanera en su pretensión de cambiar el mundo a mejor: cada vez la vida se torna más llena de inseguridades existenciales y de zozobras nacidas precisamente de sus propuestas. Es evidente que la pregunta por el demos nos lleva, aunque sea por eliminación, hacia la tradición popular, consustancial al etnos. Es lo que denominamos habitualmente como “identidad” y para nosotros, la lucha por la identidad nos remite necesariamente al pueblo como base de la acción política. El pueblo, lejos de ser una abstracción de los ideólogos, es un dato históricamente constatable. El pueblo español, el francés, el alemán, etc, no son veleidades de doctrinarios si no elementos de la historia de nuestro mundo, reales y tangibles. De ahí que solo una política así fundamentada pueda legítimamente llamarse “populista”. La pregunta por el demos respondida como etnos descubre todos los artefactos de los ingenieros sociales del sistema -estalinistas, liberales, hoy globalistas- como estructuras de dominio y de idiotización, polución y desarme de los pueblos. La droga como expresión de libertad y de actitud contestataria, la “revolución sexual”, la anticoncepción como “liberación”, la “libertad económica” como paradigma de libertad sin más, etc, ha conducido respectivamente a una juventud alienada y “zoombie”, a la promiscuidad y desestructuración familiar, al invierno demográfico y a la esclavización de las clases media y trabajadora, por poner algunos ejemplos. A sensu contrario, la reivindicación del pueblo como la base de la acción política tiene que llevar necesariamente aparejada 1) la defensa del honor del pueblo como razón de ser de la política; es decir, la defensa radical del derecho a existir del pueblo y de todo lo que garantiza su pervivencia, 2) afirmación de la historia propia y la “toma de posesión” del depósito cultural heredado, y 3) combate a ultranza por la familia como herramienta esencial para una demografía que garantice el futuro, y no solo con un criterio economicista, capitalista para más señas. De estos tres puntos se derivan a modo de conclusión y respectivamente, 1) la crítica radical al globalismo, como incompatible con el futuro del pueblo y con su libertad. A su vez, esta consecuencia se completa, a modo de corolario, con la defensa de una economía popular contra el imperialismo mundial del dinero; es decir, al servicio del pueblo y no del lucro de unos pocos fines oscuros, 2) la lucha contra la cultura de masas cosmopolita propia de la globalización y 3) lucha contra la inmigración, como herramienta de las élites para desnaturalizar a los pueblos y para destruir los derechos de las clases trabajadoras.
Por último, es necesario decir que nada serio en la vida (y lo que tratamos aquí lo es) puede abordarse coherentemente sin el fundamento final de una metafísica. Los pueblos occidentales y sus apéndices más allá de los mares han encontrado esto en el cristianismo y ahí lo siguen teniendo hoy pese al pacto de conveniencia que las distintas formas de cristianismo han adoptado respecto de la modernidad. El cristianismo -el auténtico claro, no el edulcorado reduccionismo sociológico que hoy se vende en Roma- es de tal gravedad e importancia para nuestros pueblos que no puede soslayarse por prejuicios subjetivos e ideológicos más o menos fundados. Caer en esta burda trampa de los tiempos actuales tendrá las consecuencias desastrosas propias de un vacío vital que ninguna otra cosa, pese a su atractivo psicológico, puede llenar.
En suma, cualquiera que defienda un esquema parecido a lo dicho, en todo o en parte, en uno u otro grado, será calificado de “populista” por las plañideras de la plutocracia. Pero ésta y no otra es la vía salvadora que vale la pena intentar.
Resumiendo, es importante tener claro que, hoy por hoy, la política en favor del pueblo quiere decir que la anhelada transversalidad solo puede conseguirse denunciando los tejemanejes de las élites financiero-mediáticas en contra de los más desfavorecidos y denunciando así mismo el enorme fracaso de las propuesta del sistema en su lucha contra la sociedad establecida. Centrarse solamente en la justicia distributiva puede servir a lo sumo temporalmente, pero a la larga será más poderosa la tendencia centrífuga en mil y un colectivos sociales, igualmente “agraviados” y por ello virulentamente reivindicativos. Dicho de otro modo, ha de responderse correctamente la pregunta por el demos: ¿cual es el centro de la acción política? Resulta por tanto imprescindible para cualquiera que desee actuar políticamente en serio no perder el norte y entender qué se juega y por qué. Es necesario saber que estamos en una situación de legítima defensa popular. Lo demás, pese a algún éxito momentáneo, no será desde luego un éxito para la Historia y, por consiguiente, aunque se quiera disimular será una enorme pérdida de tiempo. Por lo demás, de los “Finchelstein”, del “The New York Times” y compañía, no esperemos más que lo peor.
Autor: Eduardo Arroyo
[1] Ernesto Laclau: «El populismo garantiza la democracia». Entrevista realizada por Carolina Arenes, La Nación, 10.7.2005.
[2] Federico Finchelstein: «Vox es un partido posfascista, es el trumpismo español». Entrevista realizada por David Lema, El Mundo, 4.7.2019. Es curioso ver como el análisis de Finchelstein fracasa -y por tanto evita responder al entrevistador- a la hora de encajar en su análisis el “populismo de izquierda”. Es evidente que su idea no pasa de identificar a todo trance el “populismo” actual con “el fascismo”. A esto y a su condición de “ruso” se debe que se le abran las puertas de “The New York Times”, “Deutsche Welle” y demás medios mundiales, pese a su apabullante mediocridad.
[3] Idem. op. Cit.